1984
Cuando Winston Smith trabajaba de funcionario, aterrado por el Gran Hermano , en el Ministerio de Propaganda del Gobierno, conoció a una chica que le gustaba: apetitosa, atrevida, joven e inaccesible para su jeta de hombre inseguro. Era tan consciente de sus desventajas físicas que interpretó mal el interés que empezó a despertar en ella. Pensó que era una espía, una doble agente camuflada en los estratos laborales que vislumbraba en él a un libre pensador, un practicante de la pluma y un lector de libros prohibidos que de vez en cuando se retiraba del ángulo de interceptación de la telepantalla de su habitación (cosa que frecuentemente hacía, sólo así se mantenía vivo: pensando) De modo que cuando el escueto vestido de ella se le arrimó, cuando su escote atesorando artefactos de la sexualidad quedó tan evidente ante él, se quedó lívido, aterrado, como si un fantasma o un cadáver con las cuencas de los ojos agusanadas hubiera intentado aparearse con él. Se retiró, vaciló, dos o