Las vidas de Hemingway

Lucius observó a su hermana con el pecho dando volteretas orgullosas, pero no despegó su mirada de la prosa de Hemingway. París era una fiesta noqueaba todo intento de entablar conversación, era tanta la algarabía que exhalaba el tal Ernest que la fiesta ya adquiría rango de botellón. Lucius se imaginó en los campos Elíseos, tumbado bajo la sombra de una espumosa litrona radiante de primavera.
Mientras, la Torre Eiffel ganduleaba en ese lecho algodonado con ráfagas de azul, al tiempo que el viento atravesaba con saña su cuerpo anaranjado.
Lucius detestaba los toros, pero no podía evitar amar a Hemingway. Tenía tanta fuerza su palabra, que creía asistir a un acto de resurrección de H. cada vez que leía uno de sus libros.
Ernest recuperaba sus carnes (perdidas en 1961), vigorizaba su voz y metía sangre en sus venas cuando alguien lo leía.
Y el escritor se plantaba, palpable como el papel, y emprendía la cháchara de su vida parisiense; de lo feliz que había sido en aquella ciudad en los años 30, de los miles de callejeos que le habían hecho topar con James Joyce, y de las sobremesas inestinguibles que había ejecutado en casa de Gertrude Stein mientras la señorona le asesoraba sobre la arquitectura de su prosa: ambos, ahí sentados, con los cascos de albañil y meditando sobre los planos de sus relatos.
Lucius sentía amor, un falling in love intenso y recubierto de pasión al que era imposible abstenerse.
¿Qué sería lo próximo? Ir de safari por África, a las faldas del Kilimanjaro, y disparar un fusil. ¿Y después una guerra civil? ¿Y más tarde vivir en La Habana y tener una conversación al oído con Castro?
Iba necesitar muchas vidas para amar a Hemingway debidamente.
Comentarios
¿Por qué en todos los "hervideros de artistas" de todas las épocas tiene que haber una Gertrud o un Warhol?
Saludos salvajes
NUNCA MAIS
Pues eso no lo sabía, Buen salvaje, no sé, yo me ciño al libro.
Desde luego, siempre ahí, Tootels.
Saludos a los tres